martes, 8 de marzo de 2011

Bzz Bzz

Me muevo sigiloso, suave, y miro hacia atrás cada unos cuantos metros. No hay nadie que me siga, lo sé, pero es mejor estar seguro. Me interno en la plaza, esquivo los arbustos y me siento en el banco del medio, así puedo vigilar todo el panorama. La noche del sábado calló sobre el barrio y la orquesta de motitos delivery suena por encima de la cumbia, los enganchados de Palito Ortega y el en vivo de Hermética. Si se calla el cantor, escucho entre acelerada y acelerada, calla la vida, porque qué es la vida misma sin el canto. Ahora tengo un casco, y sólo escucho, apagado, el ruido del motor dos tiempos. Tengo que llevar esta pizza, tengo que ganarme la propina y tengo que volver a mi casa, porque me espera mi hija de tres años. Vuelvo al banco, sentado observo el arbusto de en frente y puedo sentir cómo crece segundo a segundo, como gana en verde y cómo va dejando morir a las hojas que ya no le sirven. Siento físicamente cómo se seca mi mano, la veo amarronándose, siento el crujido y veo cómo se desintegra cuando la sacudo. Qué hago, ahora, sin mano? Sacudo el muñón y, de a poco, veo cómo va creciendo una nueva mano. La lamo, le saco los pedazos de piel extra con los dientes, y me queda una mano nueva, idéntica a la anterior, hasta con las mismas cicatrices. Es que está toda la información en el ADN, todo está en el cuerpo, todo, todo, todo. Como la lombriz planaria, esa lombriz que cuando se le amputa una extremidad, de divide y al bicho le crece la extremidad y a la extremidad le crece toda una nueva lombriz... de las cenizas de mi ex mano, no crece nada, por suerte... qué hago con dos yo?; me felicito por mi buena suerte y decido que ya he tenido demasiado aire libre por hoy. Necesito volver a casa, caminar esas dos cuadras y buscar Odisea del espacio y ver la parte del bebé espacial, el viaje con las luces, la velocidad, la disolución y la fusión del ser con la galaxia, y ya lo estoy viendo y ya estoy caminando, y cuando cruzo la esquina veo una convención de sapos, son una especie de asamblea de unos seis sapos que están reunidos en ronda alrededor de un congénere aplastado. Uno de ellos, el más grande, cogotea y me ve venir. Me mira fijo y sin disimulo, se aleja del circulo y viene hacia mí.
- Seguí, pibe, acá no hay nada para ver.
- Ok, man, ok... lo lamento
- Más lo lamento yo, era mi hermano.
Hago una mueca, busco una empatía interespecie. Si tuviese un sombrero me lo sacaría y lo llevaría en la mano hasta la esquina. Me doy cuenta que tengo sombrero, pero decido que ya es tarde para sacármelo. No sé, creo que se podría tomar como un acto un tanto artificial, y no quiero ofender a los sapos. Miro a mi alrededor y desconozco el paisaje, una mezcla entre Viet Nam y el barrio San José. Creo que tomé el camino equivocado. La calle termina en un descampado y, del otro lado, se puede ver un barrio de casas de chapa pintadas de colores inverosímiles, veo fucsias, rojos y algunas chapas amarillo fosforescente. Estoy en el medio del descampado y decido frenar, mirar a mi alrededor, observar las estrellas e intentar orientarme, saber donde estoy. Estoy parado al lado de una gran cantidad de bosta y escucho el balido de una oveja, miro hacia arriba y me pierdo más. Ahora estoy allá arriba, entre las estrellas; miro hacia abajo y me veo a mi mismo lejos, muy lejos, y me saludo con la mano, pero no me veo, no me reconozco, estoy cortando la luna con mi silueta, y ahora me veo de abajo, veo la luna blanca y mi silueta superpuesta y ya estoy de nuevo en la plaza y ahora camino en la dirección correcta. Me doy cuenta por que no hay ninguna asamblea de sapos y se escucha el ladrido de todos lo putos perros de la cuadra. Ladran, aúllan, gruñen, molestan. Una gata alzada imita a un bebé siento asesinado con un cutter oxidado, la luz de la esquina se enciende y se apaga y está llena de cotorritas muertas; desde abajo, pareciera que está llena de semillas de girasol. Miles de bichitos secos, que abandonaron su verdor y lo trocaron por una sequedad gris ceniza. Nada puedo hacer por ellas, man, si pudiese las salvaría. A todas y cada una de ellas, a todas. Y sigo caminando y dudo en qué esquina doblar, pero doblo y estoy seguro de que estoy perdido y equivocado, pero escucho una voz, la voz de la quiosquera, que me dice buenas noches y me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa y ya estoy seguro de que tomé el camino correcto y llego a la puerta y busco la llave. Abro, entro, y me siento a escribir esto que, creo yo, puede llegar a salvarme de San José Viet Nam, de la asamblea de sapos y de la culpa por no poder salvar a todas las cotorritas. Pero los renglones no se quedan quietos y la birome escribe en rojo cuando tendría que hacerlo en negro y mis manos tiemblan. Intento que los renglones se queden quietos, y aprieto la birome y rompo el cuaderno y ahí me doy cuenta que puedo usar el grabador, pero no sé dónde está el grabador, así que voy a la máquina y pongo la hoja en blanco y no pasa nada. No se me ocurre cómo comenzar a contar lo que quiero contar, y nada me convence... intento, intento, intento, y nada... estoy apagado, me siento vacío, triste, veo mis manos aceleradas tipeando pero no sé qué es lo que escriben y no escucho el sonido de las teclas. Estoy congelado, inmóvil, y sólo escucho el bzz bzz del mosquito en la oreja.

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