domingo, 30 de enero de 2011

Un millón de maníes

Una ventana,
Las cortinas,
La heladera,
La mesa,
La botella,
El vaso.
Una tele chiquita y apagada,
Un montón de historietas,
Una pila de libros, devedés y beacheeses
Aaima gatou
Jugando con un cucaracha muerta
Aima perrou
Ladrando en la esquina
El lavarropas que no anda
La cama, la mochila, los anteojos.
Dos guitarras,
Tres ceniceros,
Un millón
De maníes en el piso
Aima mosca
Atrapada en una bolsa de nylon
Aimde cucaracha
Con la que el gato juega
Una camisa blanca,
Una corbata negra,
Unas vans deshechas,
Un paquete de Philip Morris vacío,
Una banda de encendedores que no sirven
Dos paquetes de Camel sin abrir.
La lapicera que se revienta,
Los dedos manchados y lo poco que me importa.
La tinta entra en la herida
Y arde más, mucho más,
Que el mertiolate que te ponían de chico.
Y me lloran los ojos y me rechinan los dientes
Y la tinta cae
Como gotas de sangre negra
Sobre el papel.
Y el caos toma la hoja
Y me siento feliz
Con tan pequeña victoria
Y lamo la tinta de la hoja
Y me calienta, y se me para la pija,
Y me hago una paja, y acabo sobre el papel
Y todo es guasca y tinta
Que borran las palabras.
Y todo cobra sentido
Aunque nada lo tenga
Y el teléfono suena y me niego a contestar...
Pero la magia desaparece
Y atiendo,
Y ni daba atender;
Porque todo se cierra
De la forma que yo lo había previsto
Y no me gusta tener razón
Sobre determinadas cosas.

lunes, 10 de enero de 2011

Las ovejitas

Reptando sigilosamente por la mesa
rodando silenciosa, como una bola de pasto
en una vieja película de cowboys
esperando como una paciente arañita roja inexperta
disfrazada de lobo feroz y de leñador
disimulada entre el reflejo de la llama del encendedor en los lentes,
el libro de Castillo, las lapiceras que no funcan y el humo que sale del Phillip Morris
lo invade todo,
el recuerdo de la última noche antes del fin del mundo.
el recuerdo de un divertido descenso a los infiernos
bellas mujeres sin cabeza,
dulce azufre y hermosas rocas incandescentes
mansos perros de tres colas,
espléndidos tridentes afilados que pinchaban
mi hermoso y limpio trasero de niño enfermo,
de juguete roto, de tanguero sin frula,
de espantapájaros olvidado en un viejo galpón.
el recuerdo de carmesíes indescriptibles y calores nunca antes conocidos
el hermoso techo negro y liso del piso de la humanidad
la pérdida absoluta y total de toda inocencia,
la hermosa pista de baile de lava
donde danzan felices los espíritus más nobles
y allí no hay tiempo, ni sol, ni pajaritos
sólo bellas serpientes, fabulosos murciélagos,
azulados cuervos y gatos negros sin un ojo.
pero los recuerdos vienen y se van,
y ahora ni el libro de Castillo,
ni el reflejo de la llama del encendedor en los lentes,
ni las lapiceras que no funcan,
ni siquiera el humo del Phillip Morris
me conducen a nada.
pero los recuerdos vienen y van,
explotan y se van,
llegan para irse,
y siempre mienten y siempre traicionan
y siempre te escupen en la cara un par de verdades
supuestamente absolutas que caducarán pronto,
tan pronto como apoyes de nuevo tu cabecita en la almohada.
y sueñes con cien atigradas ovejitas rabiosas
que saltan el alambrado de la sociedad rural
para provocar desmanes y reducir toda la maldita ciudad a cenizas
en una noche clara y sin luna.