martes, 19 de enero de 2010

Misiva spleen trash super blues-ginkgobilovana

El centro del universo estalla, explota, se reproduce, genera cuerpos celestes invenciblemente brillantes y profundas oscuridades siderales. Después, más abajo, todos los planetas, estereotipadamente redondos, todos ellos de colores vivos y solitarios. Debajo de ellos, las estrellas más tímidas, las pequeñas y brillantes miserias que acompañan como tristes edecanes, como perritos falderos temerosos, a la magnífica luna. Más abajo, las nubes, el smog y el techo de todas las casas del mundo; debajo del techo de unas de esas casas, de uno de esos refugios, de esas madrigueras humanas, yendo de un lado al otro, chocando contra el límite imaginario de estas cuatro paredes blancas llenas de manchas de humedad, fumando, tomando de a sorbitos cuotas homeopáticas de Hiram Walker y tecleando cada tanto alguna palabra en una máquina de escribir prestada: Yo. El mismísimo Yo que acaba de recurrir a una(s) dosis de Ginkgo Biloba (anfetaminas naturales: todo legal, todo bonito) para no caer de sueño en el infierno de estos días de irremediable calor estival y no soñar entre las sábanas revueltas de estos días, que corren como tortugas rabiosas: lenta pero brutalmente; dando dentelladas al aire y resoplando su tedio.
Los ruiseñores que cantan en la noche
me han susurrado al oído
todos los secretos del mundo.
Algunos de ellos,
como era de esperar,
te pertenecen
o te pertenecían...
nunca, nunca,
nunca
guardes tus secretos bajo llave
porque esto enfurece a mis amigos
que los harán correr a viva voz
hacia los ojos de los otros
para así, en ese acto,
se desnuden los tuyos,
haciéndote más vulnerable.
Por mi parte,
me comprometo a no develarlos...
de modo que quédate tranquilo,
mi pequeño polluelo mojado y sin consuelo,
nada ni nadie podrá conmigo
tus secretos estarán a salvo
de aquí a la eternidad
a la que estamos condenados
los tipejos de nuestra especie.
Así que no te preocupes por eso,
tomá un trago de algo
y arremeté con todo lo que tengas a la mano
(un anzuelo oxidado, una alfiler de gancho negra
una hojita de afeitar usada, un tampón empapado en nafta
y una mochila llena de oscuros y deliciosos secretos
que ahora compartimos)
contra todo lo que necesites quemar.
Y quemalo,
que no queden más que cenizas,
y quemá las cenizas también,
que no quede nada de nada,
ni siquiera el recuerdo.
Y después,
disfrutá de la calma,
tocate en silencio, lentamente,
y acabá gritando
y pensando en todas
y cada una de las personas
que alguna vez, aunque sea por un segundo
(ese segundo),
te hicieron sentir algo.
Colgá, de una vez y para siempre,
a tus papaítos dinosaurios
del sauce más alto que encuentres en el bosque,
cagate de risa de todo, de todos, de vos,
y alejá a la muerte,
(la tuya, la única que nos preocupa)
esa muerte que te espía
desde todas las baldosas flojas del mundo,
desde las hojas muertas del otoño
desde los trenes, desde los pequeños y redondos ojitos
de las viejas que compran el pan a la mañana
pero siempre,
siempre,
siempre,
tenela presente.
No hacerlo,
sería un error imperdonable.
Y esto no es un poema,
la poesía
(la mía, polluelo, la mía;
la tuya, calculo,
goza de muy buena salud)
está muerta y enterrada,
comida y vomitada
por todos los gusanos
de este cementerio.
Espero que puedas guardarme un secreto,
(guar-da-mé, guárdame un secreto)
teniendo en cuenta que yo
soy fiel guardián de los tuyos:
esto
es
una
simple
carta
(a vos?, a todos?
a nadie?,
a mí?)
Y espero que esto te haga reír,
que no necesites estas palabras
ordenadas
ca
pri
cho
sa
men
te,
que no te haga ni un poquito bien,
que te parezca una pérdida de tiempo;
que ya, en este momento,
estés leyendo algo que realmente valga la pena,
y que pienses que esto no es más que otro desvarío
de un tipejo encerrado
en una oscura habitación,
perdido inexorablemente entre esas cuatro paredes blancas
llenas de humedad
en una extraña ciudad
llamada Ezpeleta City.
Lejos,
irremediable,
insalvable,
infinitamente lejos,
de tu casa.

Tambaleándose sobre la punta del crepúsculo, relamiéndose de antemano y esperando ansiosamente tu respuesta,
G. Fink