lunes, 25 de octubre de 2010

La cumbia imaginaria de J.R.

A diferencia de otras noches, J. R. está tranquilo. Se acomoda en la barra, pide un fernet, sonríe. Habla con la piba que atiende, enciende un cigarrillo, me mira, me apunta con su dedo índice y dispara una bala imaginaria con el pulgar. Sonrío, alzo las cejas a modo de saludo, y me concentro en mi vaso de fernet. Observo la espuma, los hielos ya chiquitos, gastados, las burbujas que suben desde el culo del vaso. Escucho el bramido que emite la mesa de pool cuando descarga las bolas por su sistema de canaletas internas. Clic, clic, clic. Chocan las bolas mientras las acomodan en el triángulo. Siento una sombra que crece y se instala frente a mí.
- Jugás?
- No.
- No seas puto, nos falta uno... jugá.
- No, no quiero.
- Dale, boludo, copate... cómo no vas a jugar?
- No quiero, Chino, no me jodas...
- Bueno, loco... curtite...
Y el chino se va a la mesa de pool y me deja tranquilo con mi vaso de fernet. Pienso en las circunstancias que me trajeron hasta acá esta noche. Una casa de alguien que tiene un bebé, caminar, cruzar las vías, cruzar una avenida, comprar un paquete de puchos, y acá estoy, en este horrible lugar lleno de imitadores de Pappo. Dos estúpidos a mis espaldas están intentando recordar la duración de los temas que van a poner en la rockolla para sacarle mayor provecho (productividad es la palabra que usan) a su moneda de un peso. Me doy vuelta, los miro y entiendo: necesitan ahorrar para invertir en tachas. Me los imagino a los dos saltando en la cama en la habitación del más alto, llena de posters de calaveras, escuchando Black Sabbath a los palos y haciendo cuernitos y sacudiendo las melenas:
- Las acciones de tachas han subido considerablemente en primavera, Ronnie James.
- Para junio seremos millonarios y podremos olvidar las calles de tierra y el suburbio y los bares de mala muerte... ya lo verás, Udo... ya lo verás.
Vuelvo a mi posición. J. R. sigue en la barra, acodado. Puedo ver desde acá que cambió el fernet por el whisky y luce algo afectado. Transpira y resopla. Pasa rápidamente la lengua por sus labios para humedecerlos. Se pasa el dedo por los labios para sacarse el excedente de saliva espesa de dos paquetes por día. Cierra los ojos, respira hondo, apoya el vaso, enfila hacia el baño, desaparece de mi campo visual. Un grupo de chicas rockeras aúllan y ríen muy al estilo de película yanqui de preparatoria. Seguramente sean las porristas de esta mala, muy mala, película de sábado a la noche. Ella pasa por entre una pequeña multitud de jugadores de pool, los esquiva con elegancia, me mira a los ojos, y avanza directamente hacia mí. Se sienta en la silla de enfrente, enciende un cigarrillo, se estira contra el respaldo de la silla y adivino el momento exacto en el que va a empezar a hablar. Hago silencio y la miro.
- Licenciado...
- Doctora...
- Sus ojos, su cara... todo en usted me dice que la noche acabará con usted de un momento a otro... me equivoco?
- Solo les estoy dando un poco de ventaja a los demás... usted sabe...
- Agazapado...
- Expectante...
- Disimulado entre la multitud... es muy ocurrente lo que dice, pero no le creo...
- Lo bien que hace, doctora, nunca le crea a un hombre con un vaso en la mano... todos mienten...
- Usted no tiene un vaso en la mano, licenciado...
- Solo porque acabo de apoyarlo...
- Ok... Me fui… nanu-nanu… cuidate.
- Nos vemos.
Y se va tranquila, caminando entre la gente, esquivando los tacos de los jugadores, y se pierde. Pienso que todos me miran, y sufro al pensar que puedo ser un paranoico. No puedo parar de pensarlo y sentirlo: siento que todos me miran, pero soy conciente que puedo estar equivocado, que puede no ser así y que todos estén mirando hacia otro lado, pero al sentirlo no tengo argumentos sólidos para abandonar el sentimiento. Calma. Un trago y a la mierda. Mirar para abajo y esperar que pase. Seguro que me estoy persiguiendo y cada uno está en la suya. Me estoy moviendo mucho, mejor me quedo quieto, no sea cosa que todos me miren, pero porque... ok, basta. Cuento mentalmente: diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Respiro hondo, exhalo, y me doy cuenta que los de la mesa de al lado me miran sorprendidos. Me acomodo en la silla y me quedo quieto. Los vigilo para ver si me miran. Cuchichean. Hablan por lo bajo: “está mal, en cualquier momento se desmaya...” “si se desmaya le escabiamos el ferné... ya fue...” “ Sí, de una...”. Tomo mi fernet de un trago y apoyo el vaso en la mesa haciendo ruido. La voz latosa de mi cabeza dice: Ok, man, ok, el macho alfa marcando territorio, ok, ok, el hombre de las cavernas ha tomado el mando, ok, y no querés que te miren...?, al carajo... La mesa de al lado se llamó a silencio. Fijo la vista en el vaso de fernet. Ya está vacío, sólo queda un charquito de agua marrón en el fondo y la resaca de la espuma seca en los bordes. Levanto la vista y ahí está J.R. Gracias J.R., gracias. J.R. baila una cumbia imaginaria con una compañera de baile también imaginaria. Con los ojos cerrados, mueve sus hombros y sus manos al mismo tiempo que da pasitos acompasados para atrás y para adelante. Se mueve en un radio de cincuenta centímetros y ya se desabrochó los botones de la camisa hasta la mitad. Las porristas lo miran y se ríen. Yo lo observo obsesiva y patológicamente. El resto de los mortales lo ignora. El chino y los otros siguen jugando. El chino a cada rato me mira para ver si lo estoy mirando para hacerme señas de que vaya a jugar. No lo miro, pero lo sé. Lo siento. Por eso mismo no lo miro. Las porristas se levantan y se van. Mastican chicle y llevan sus carteras al hombro y sus celulares en sus manos. Los cachorros aúllan cuando ellas pasan. Ellas disfrutan ignorándolos. J.R. pierde la elegancia. Se le cayó el whisky y tambalea. Le alcanzan otro whisky y lo apoya lentamente en la barra. Agradece y paga, en un desesperado intento por no parecer perdido; hace un chiste (algo sobre las cosas que le ponen en los bares a la coca cola) y le sonríe el dueño del lugar. Se sienta lentamente y se cruza de brazos. Cierra los ojos y mueve la cabeza al ritmo de la música que suena. El cuadro es triste: el bar se va vaciando, suena una balada horrenda de Rata Blanca a todo volumen, y J.R. cabecea sentado en un banco alto con los brazos cruzados y la espalda apoyada en la barra, transpirado y con la camisa abrochada hasta la mitad. Y yo no puedo dejar de observarlo. Me maldigo por no ser daltónico y poder diferenciar toda esta horrible gama de colores que le quitan peso a la escena. Debería ver esto en blanco y negro. Esto sucede realmente en blanco y negro. J.R. apoya el mentón en el pecho y se duerme, se apaga. Desenchufan la rockolla y avisan que no venden más. Comienzan a barrer. Salgo del bar. El sol está alto, pero hace mucho mucho frío, las persianas están bajas y no hay ni un kiosco abierto para comprar puchos. Es oficialmente domingo.